TASAUTE

La Federación eligió el nombre de Tasaute, para así coadyugar a rescatar el originario nombre de la Villa, ya que, según Pedro Socorro Cronista Oficial :" inicialmente el vocablo usado por los aborígenes no era Sataute, sino Tasaute, a la manera indígena de muchísimos nombres de raigambre bereber (Taidía, Tagoror, Taufía, Taliarte, etc.). Tasaute significa “frontera" aunque la tradición habla de "barranco de palmeras”, es decir, hace referencia a la peculiar geografía isleña y a las numerosas palmeras con las que se cruzaron cada día los ojos indígenas, bautizando a este pueblo de ese modo, tal como queda documentado en las crónicas primitivas"

viernes, 28 de octubre de 2011

FIESTA DE LOS FINAOS 2011

La Villa de Santa Brígida sigue siendo una de las pocas localidades de la isla de Gran Canaria en donde sobrevive la vieja tradición de celebrar la fiesta de los finados: los muertos tienen aquí su fiesta en una noche olorosa, mágica y nostálgica, entre castañas asadas, nueces y anís. Una herencia que nos entregaron nuestros predecesores y que lucha, incansable, contra otros ritos modernos importados del mundo anglosajón, como el Hallowen, que nada tiene que ver con la entrañable y respetuosa velada de la que disfrutaban nuestros antepasados, cuya festividad sigue siendo hoy parte esencial de la geografía humana y de la etnografía, cálida y viviente, de Gran Canaria.



La Muerte y Los Finados en Santa Brígida.

Pedro Socorro Cronista Oficial.Villa de Santa Brígida

El Día de Todos Los Santos es origen de numerosas tradiciones en Canarias. Es la fecha en la cual se visitan los cementerios, se limpian lápidas y se adornan con flores las tumbas de los seres queridos. Antiguamente, el lugar de enterramiento era el suelo de la iglesia, en un lugar preeminente, ante la capilla de un santo de su devoción o en la fosa común, según fuera la importancia del difunto y su capacidad económica. En la primitiva ermita se llegó a realizar, en 1600, el carnero (cementerio colectivo u osario). Hasta Juan Muñoz Guerra, patrono de la ermita de Santa Brígida, estableció, mediante escritura, celebrada el 20 de abril de 1578, disponer de tres sepulturas en la capilla mayor para su entierro y el de sus descendientes antes de renunciar a su condición y ceder al pueblo aquella humilde capilla alzada hacia 1524 por su difunta madre, Isabel Guerra.

Allí se enterraron esclavos canarios o de Berbería, trabajadores de la tierra, párrocos y hasta Juan de la Coba Vivas (1543-1602), acaudalado labrador con hacienda en Pino Santo y Alcalde Real de Santa Brígida, quien en 1602 fue el primer difunto en inaugurar como sepulcro el nuevo enladrillado del coro de la parroquia.


El crecimiento de la población obligó a tomar medidas sanitarias en la segunda mitad del siglo XIX, por lo que Santa Brígida habilitó, en torno a 1850, un cementerio provisional en La Alcantarilla, donde se sepultaron muchos de los cadáveres afectados por la epidemia del cólera, sustituido en 1862 por el actual camposanto. Con su puesta en servicio, la parroquia pasó a ser, solamente, sitio de oración, y el cementerio el lugar de descanso para los difuntos de la Villa.

Los entierros en el pueblo de Santa Brígida se caracterizaban, antiguamente, por los responsos cantados, que se prodigaban al paso del cortejo fúnebre. En los días de sepultura, el cuarteto religioso (cura, sochantre, sacristán y monaguillos) salía al encuentro del difunto, deudos y acompañantes, coincidiendo, en un punto concreto, que solía ser uno de los dos calvarios alzados en la periferia del casco urbano, dependiendo del poder socioeconómico del finado, o los deseos establecidos por éste para su cortejo, que constan en las distintas actas de enterramientos y testamentos que se encuentran en el Archivo Histórico Parroquial.

Familiares o allegados portaban el ataúd a hombros hasta a la iglesia parroquial, dando igual que el difunto fuese del casco, que del barrio más alejado. Y, aunque la muerte a todos iguala, incluso aquí estableció la Iglesia diferentes tipos de funerales. Había entierros de 1ª, 2ª y 3ª y hasta de 4ª clase, que, amén de la parafernalia escénica, establecían la calidad de la caja, el número de sacerdotes y monaguillos. Todo ello con sus tarifas diferenciadas.

Sólo en los entierros de primera, propios de las familias pudientes, el párroco acompañaba al difunto hasta el mismo cementerio y allí en la tumba rezaba un responso. En este caso implicaba la presencia de hasta tres curas, con grandes cruces, hisopo, ciriales de plata en la casa del finado y un mayor número de responsos, hasta seis, durante su último viaje. Mientras, se encendían velas, y los monaguillos quemaban incienso. Todo ello en medio de una cuidada parsimonia sacramental.

No todos los vecinos tenían una despedida con tanto boato, sobre todo si el fallecido era un pobre y sus allegados no podían hacer frente a los gastos del cortejo. Para este entierro el sacerdote se limitaba a despedir el cortejo mortuorio a las puertas de la iglesia, dándose por finalizado el acompañamiento. Este sepelio se denominaba “oficio de sepultura”, existiendo la posibilidad de que algún deudo o acompañante diera por él una limosna y el párroco accediera a ir a su encuentro en La Alcantarilla. Así aparecen algunos ejemplos en las partidas de defunciones analizadas.

De que el cura no acudía al cementerio, salvo que el finado fuera de alto postín, ha quedado constancia en una sesión ordinaria del Ayuntamiento de septiembre de 1885, en la cual se afirma categóricamente: (...) el cura párroco sólo asiste al Campo Santo cuando se ofrece el enterramiento de algún cadáver a quien se le dispongan honras fúnebres de primera clase.

Tan pronto las cuatro personas citadas abandonaban el templo parroquial, se iniciaba en la torre del campanario el lento doblar de las campanas a cargo del sacristán que, tirando del badajo, realizaba unos tañidos sencillos, tan pausados como sobrecogedores, mientras durase la inhumación en el cementerio, cuya operación oteaba desde la torre.


La muerte de una persona no pasaba desapercibida para nadie en aquel pequeño pueblo que conservaba, sobre todo, el ritmo pausado de esa vida que parece intemporal, marcado por las faenas agrícolas y el cambio de las estaciones. Ningún vecino podía ser ajeno a ella y, de un modo u otro, era inexorable su activa participación en el hecho. La casa del muerto se convertía en el centro de la actividad social del pueblo, cuyos habitantes encontraban pocas oportunidades de encontrarse y reunirse, aparte de las que, eventualmente, les proporcionaba la misa o las escasas fiestas. Por el ambiente creado, parecía que el pueblo había perdido el aliento al mismo tiempo que el extinto.

Era costumbre que los familiares más íntimos presenciasen la agonía del enfermo y, llegada la hora, lo amortajasen. Cuando el enfermo agravaba su estado se llamaba al sacerdote para que le diera el Viático. Dar el Viático o el sacramento de la unción de enfermo era sinónimo de muerte inminente porque sólo se recurría a este paso en última instancia. La gente se mostraba reacia a recurrir al párroco y, en muchas de las ocasiones, los Santos Óleos se administraban al enfermo, cuando éste era ya difunto, celebrando el ritual el sacerdote y los monaguillos, acompañados de velas encendidas.

Al paso ceremonial de la fúnebre comitiva las mujeres se santiguaban, los hombres se quitaban el sombrero y bajaban la cabeza, mientras las tiendas, bares y otros establecimientos cerraban sus puertas como señal de respeto. Tradicionalmente, las mujeres no acudían al cementerio, ya que por norma general se quedaban en casa del difunto para acompañar a la familia, consolar sus penas, ayudarla a amortajar el muerto, mientras los padres nuestros y los Dios te salve, sonaban como un murmullo entre dientes y palabras de mutuo afecto. Otra característica de los entierros en Santa Brígida, era que una vez en el cementerio, y antes de que el sepulturero comenzara a cubrir la fosa, todos los asistentes debían de echar un puñado de tierra sobre el féretro.

Las muertes de los familiares traían, además, la moda de la ropa de negro. Antes, en aquella sociedad tan impregnada de religiosidad, los lutos eran eternos. Las mujeres, incluso las más jóvenes, se vestían completamente de negro, mientras los hombres se ponían la corbata del mismo color y un botón negro en la solapa. También existía una norma no escrita que se cumplía a rajatabla, según los vínculos familiares con el difunto. Así, cuatro años duraba el luto por una madre; aproximadamente tres años por un padre y unos seis meses por un hermano.

Estas tradiciones se han ido perdiendo con el tiempo. Ahora no es extraño ver en los tanatorios a paisanos con camisa floreada de manga corta. Y hasta la misa de corpore in sepulto y el funeral suelen celebrarse el mismo día. Las ceremonias han variado también en su manifestación externa, desde los severos y fúnebres catafalcos, cubierto de negros crespones y lienzos negros, que se instalaban en medio del templo para celebrar los funerales, hasta la sencillez impuesta por la liturgia actual.

Tradición festiva


Desde siempre, la fiesta de Todos los Santos y la conmemoración de Difuntos han sido celebraciones religiosas muy respetadas por el pueblo grancanario. Era costumbre que los vecinos rindieran culto a sus difuntos y ofrecieran sufragios a las ánimas, que estaban en ese estado intermedio, el Purgatorio, desde donde las almas pueden ascender hasta el cielo, aliviadas por las plegarias de aquellos que aún están en la tierra. Muy raro era la parroquia que no poseyera entre su patrimonio pictórico un gran cuadro dedicados a las ánimas con el que decorar el templo y una cofradía para fomentar y sostener su culto. Image

La parroquia de Santa Brígida posee hoy un valioso lienzo dedicado a las Ánimas del Purgatorio, del siglo XVIII, que cuelga en el muro colateral del Evangelio y que fue comprado a la parroquia de San Francisco de Asís de la capital grancanaria, para sustituir a otro más antiguo, que se perdió durante el incendio del templo en 1897. Y en el Archivo Histórico Parroquial hay también constancia de la existencia de la “Cofradía de Ánimas”, creada en 1670, siendo su primer mayordomo Juan Rivero, vecino del lugar. Entre las cuentas de esta asociación de carácter sacro, figuran los mil reales que pagaron sus devotos, en 1718, al pintor más importante de Gran Canaria en aquel momento, Alonso de Ortega (1660-1721), como costo del primer lienzo pedido.

Una de las misiones de aquella hermandad consistía en que un grupo de unos doce o quince hombres, en su mayoría campesinos, formaban corros y se hacían acompañar de instrumentos musicales de sencillez primitiva para entonar, bien en la puerta de la parroquia a la salida de la misa, bien en casas particulares del pueblo, unos cantos típicos y especiales que los vecinos escuchaban con gran devoción y recogimiento. Era el Rancho de Ánimas, así llamado porque su fin era recoger limosnas para sufragios de los difuntos y para los gastos en cirios y velas de los oficios de ánimas, o de los entierros de los pobres de solemnidad que ni siquiera podían adquirir una caja mortuoria. Para estos casos, la cofradía encargó el 24 de junio de 1864, un ataúd público para transportarlos al cementerio, a cuyas dependencias retornaba luego para una posterior utilización.

Image En un principio, estos ranchos salían por el mes de los difuntos pero, dada la cercanía de la Pascua, continuaban por estas fechas. Su misión era recaudar limosnas para decir misas por las ánimas benditas, aunque constituía una fuente divulgadora del Evangelio que llegaba a las zonas más recónditas de nuestra geografía a la vez que suponía una fuente de ingresos para la iglesia. La ceremonia de réquiem, con procesión, se celebraba todos los lunes del año, aparte de la misa del Día de los Finados, pagándosele al párroco y al sacristán, cuatro reales por los servicios prestados.

Nuestro Rancho

La existencia de esta cofradía de ánimas es muy antigua, como hemos observado, al menos desde mediados del siglo XVII ya aparecen los sucesivos gastos de las ofrendas en cirios, trigo, vino y velas de agonizar, que compraban los familiares para colocarlas junto al Altar mayor, en recuerdo de sus difuntos. El rancho de Santa Brígida estaba integrado en la cofradía mencionada, pero fue uno de los tantos desaparecidos en la Isla durante el siglo XIX. La propia cofradía dejó de funcionar en 1830, por lo que nada se conoce a través de la tradición oral de aquella agrupación musical que se ha mantenido en otros pueblos vecinos, rondando las casas al son de un repertorio de cantares y decires por las almas. Unas coplas o versos no escritos que se van trasmitiendo de padres a hijos, improvisados casi siempre, muestra del ingenio de los rancheros, que el canónigo Miguel Suárez Miranda estimaba como probable que fueran introducidos por los monjes franciscanos a principios del siglo XVI. Como ejemplo de una copla tenemos estos fragmentos:



“Ánimas que están en penas

el Señor las saque de ellas

Ánimas que están en penas

en aquella oscuridad

el Señor las saque de ellas

y las lleve a descansar

donde más descanso tengan”



Image Estos valiosos exponentes de la etnografía canaria aún perduran en los pueblos grancanarios de La Aldea de San Nicolás, Valsequillo y Los Arbejales, pago del municipio de Teror. Precisamente, el Rancho de Ánimas de Arbejales recorre desde muy antiguo el barrio de Pino Santo, según asegura uno de sus miembros y vecino actual de esta Villa, Francisco Quintana Quintana, de 89 años de edad.

Este rancho, que actuó por vez primera en la parroquia de Santa Brígida el jueves 22 de diciembre de 2005, ha tenido siempre entre sus tradicionales actuaciones una salida por aquel pago satauteño. El dinero recogido en los pedidos se entregaba luego al párroco de Santa Brígida para que celebrase misas por los difuntos del pueblo, bien en la ermita de Nuestra Señora de la Salud (Pino Santo Alto), en la iglesia de Nuestra Señora de Fátima (Pino Santo bajo), o bien en la parroquia.

Generalmente, varios componentes recorrían a pie este barrio, casi siempre un sábado por la mañana, para pedir limosnas casa por casa. Y ya a la tarde el Rancho acudía al domicilio donde pedían que actuaran en memoria de algún familiar fallecido. La limosna no siempre fue con dinero, sino también era habitual que un vecino ofreciera como promesa la cena a los cantadores. Durante más de cuarenta años, la casa de la Caldera de Pino Santo, del vecino Juan Santana Expósito, conocido por Juan Rivero el lechero de La Caldera, fue el lugar donde se preparó la cena del Rancho, a base de pan, queso, leche y el ron con miel para apaciguar las secas gargantas.

Este vecino era un gran devoto, pues le vemos además donando los terrenos donde se encuentra actualmente la Ermita de Pino Santo Alto, la Plaza y la nueva Escuela, puesto que la antigua escuela era un local habilitado en la casa de Miguelito Socorro. En esa época se oficiaba los actos litúrgicos en ese mismo local. El párroco de la Villa era don Francisco González Vega.

La comida de finados

Pero aparte del recuerdo a los difuntos, los finados también era una fecha de gran significado gastronómico, en el que se elaboraban dulces típicos y otras viandas en cualquier casa del pueblo. Hasta hace muy poco tiempo esta comida de finados en Canarias tenía tal trascendencia que no se consideraba como casa de pro aquella en que no se celebraba, recordaba en 1967, hace ya 41 años, el escritor y cronista de la Villa, Juan del Río Ayala, en un artículo publicado en El Eco de Canarias.

Esta práctica de los banquetes funerarios tuvo su entronque en las ofrendas de pan y vino, hechas en la función de los finados o sobre las sepulturas de las iglesias canarias durante los siglos XVI, XVII y XVIII. Estas ceremonias eran señaladas en cláusulas especiales impuestas por los protagonistas en sus testamentos antes de su muerte, lo que pone de manifiesto el fervor religioso y los deseos de salvación del alma, en aquellos tiempos oscuros del Antiguo Régimen. Aunque estas celebraciones, de gran boato, sólo estaban al alcance de los más poderosos, pues para el cumplimiento de estas misas, algunas de carácter perpetuo, era necesario designar varias cantidades de dinero o gravar parte de su patrimonio.

La tradición de la comida de finados era eminentemente familiar. Consistía en una especie de merienda en la que se reunía toda la familia el día de los difuntos. Por la mañana se había ido a la iglesia, muy temprano, a oír misa de réquiem o novena por los finados, y se habían encendido las lamparitas de aceite o las velas, una por cada difunto familiar, ante la imagen religiosa de la casa o sobre la mesa del comedor, reviviendo el martirio de sus nostalgias. Había también en el ánimo de los presentes huecos para la tristeza, para el desasosiego, para las interrogaciones, y para el llanto desconsolado y liberador. Ya, a la tardecita, la madre o la abuela contaban anécdotas o recuerdos de los finados, haciéndolos presentes con sus palabras junto a la mesa, donde se había preparado el condumio, consistente en torrijas con miel de caña, nueces, castañas asadas, higos pasados, acompañado todo con vino, con anisado, o con el célebre mejuje, hecho con ron, miel de abeja y corteza de naranja.

En verdad, tenía todos los visos de una comida ritual: Se hablaba poco, se rezaba y los abuelos suspiraban pensando si llegarían a la comida del año próximo. Mientras, en la sala oscurecida por la llegada de la noche, si es que la luna no lo remediaba, lucían y crepitaban las lamparitas de aceite en honor de los muertos. Así comenzaba la noche de difuntos con el insistente doblar de las campanas, cuyos toques de ánimas, parecían suspiros lastimeros.

Esta costumbre ancestral se perdió hace muchos años, relegada a determinados hogares de la Vega de Enmedio, que celebraban los finados en la intimidad familiar con los primeros fríos de noviembre. Ya en época más reciente, recordamos los años de infancia en que los chiquillos gozábamos de estos días y salíamos a 'pedir por los finados', auténticas rondas por casas y fincas cercanas... y aquel dicho popular relacionado con la fiesta, que repetíamos para fastidio de algunos: Todos daban nueces, huevos, almendras, higos pasados, manzanas francesas, como un tributo en recuerdo y homenaje a los finados, que servía para las reuniones familiares, en jornada de recogimiento. Y parece que veo aún a Maruca, mi abuela, provista de una caña con una pelota de trapo en un extremo, remover lentamente el grano en una vieja lata de galletas agujereada, hasta dar el exacto dorado al millo y convertirlo en cochafisco que comíamos, tostado y calentito, fascinados de aquella nueva experiencia. “¿Quieres castañas?, el burro las caga y tu las apaña”.

Fue en 1995, cuando aquella íntima celebración de los finados, arraigada a nuestro folclore y al alma de la Isla, superó el ámbito familiar para trasladar, parte del rito, a la calle, como una forma de brindar por la salud de los difuntos. Fue gracias a la iniciativa de un grupo de vecinos del barrio de El Madroñal, en la Vega de Enmedio, auspiciado por el Ayuntamiento, que casi enlazaron sus fiestas invernales del Pilar con la conmemoración de los finados, aunque sin el recogimiento y el fervor que lo sustentaba hasta entonces, y a imagen y semejanza de los festejos que ya tenían lugar en la finca de Osorio, en Teror, en forma de asadero de castañas popular.

ImageComo ritual de aquella primera fiesta de carácter comunitario, el Alcalde de la Vega de Arriba (San Mateo), Miguel Hidalgo Sánchez, y el de Abajo (Santa Brígida), Manuel Galindo Ramos, se intercambiaron productos de la tierra, recordando al mismo tiempo los trueques de artesanía por fruta que antaño hacían las talayeras cuando acudían, cargadas de vasijas en la cabeza, hasta la Vega de Arriba. Manzanas, castañas y nueces trajeron desde la Vega; vino, miel y bizcochos lustrados de la Fonda Melián, complementaron los de la Villa. Una costumbre entre estas dos localidades vecinas que hasta 1800 formaban un mismo pueblo, una misma identidad.

El éxito de la recuperación de esta costumbre etnográfica y cultural fue tal, que la plaza del Madroñal se hizo pequeña para absorber a tanta gente, lo que motivó que el Ayuntamiento trasladara al casco municipal el evento cuatro años después, a la sombra evangélica de los árboles del parque municipal y en medio de un gran jolgorio, entre isas y folías que más parece recordar el viejo refrán del muerto al hoyo y el vivo al bollo, nunca mejor dicho, por los deliciosos dulces de anís que se reparten.

Hoy día, esta la fiesta de Los Finados sigue celebrándose en el casco y en aquel pago de la Vega de Enmedio, pero revivida con tanto ardor y alegría que ya nadie desea retroceder a mentalidades cuyas concepciones sobre el más allá están cargadas de purgatorios e infiernos. Una herencia que hay que procurar que ritos extranjeros, la llamada globalización cultural a la que estamos asistiendo, o sencillamente el desamor, no lesionen, porque dañarían con ello el patrimonio espiritual y los sabores que el tiempo nos ha legado.



BIBLIOGRAFIA Y FUENTES:



- ALZOLA, José Miguel. La Navidad en Gran Canaria. Las Palmas de G. C., 1982.

- ARBELO GARCÍA, Adolfo. “Las mentalidades en Canarias en la crisis del Antiguo Régimen”. Tenerife, 1998.

- BATLLORI Y LORENZO, J. “Los Finados (Fiestas populares canarias)”. Diario de Las Palmas, viernes 31 de octubre de 1930.

- NAVARRO, José Domingo. Recuerdos de un noventón. (Las Palmas, 1985.

- Archivo Histórico de la Parroquia de Santa Brígida. Libro de Cuentas de la Cofradía de Ánimas (11 de agosto de 1676 al 30 de abril de 1830) y libros de defunciones desde el siglo XVI al XIX. Archivo Histórico Diocesano de Las Palmas.

- El Eco de Canarias, 28 de octubre de 1967, martes 2 de noviembre de 1982 y 5 de diciembre de 1969. Hemeroteca Museo Canario.

- El Progreso (Diario Republicano Autonomista), de fecha 1 de noviembre de 1928. Biblioteca Digital de la Universidad de Las Palmas de G. C.

- Gaceta de Tenerife (Diario Católico de Información), 2 de noviembre de 1911. Biblioteca Digital de la Universidad de Las Palmas de G. C.

- El Rancho de Ánimas. Falange, 3 de enero de 1943. Miguel Suárez Miranda.



- “El Rancho de Ánimas de Teror”. La Provincia, miércoles 18 de noviembre de 1992. Vicente Hernández, cronista de Teror.

- Diario de Las Palmas. Los Finados. Santiago Ibero. Martes 4 de noviembre de 1902.

- La Provincia, miércoles 17 de noviembre de 1993. Fernando Ramírez. “El viernes, celebración de la caída de la castaña” en la finca de Osorio”.

sábado, 8 de octubre de 2011

PREGÓN DE LAS FIESTAS PATRONALES DE LOS LLANOS DE MARIA RIVERA , EL ROQUE,EL PIQUILLO .2011

Si algo me sorprende de los Llanos de María Rivera es que cada día se despierta con la luz cegadora del sol en frente. En realidad, uno de los encantos de este lugar es la puesta de sol, cuando asoma cada amanecer su enorme cara enrojecida sobre el Monte. No es, sin embargo, el único aliciente de este lugar que tiene a un volcán dormido por vecino natural, una cruz por vigía y el antiguo río Guiniguada a sus pies.

Hoy los Llanos de María Rivera, El Roque y El Piquillo forman un nuevo pueblo, centenario y adolescente a la vez que, a pesar de las limitaciones y carencias de medios, ha sabido lograr cosas importantes para su gente: la carretera, el abasto público, la luz eléctrica, el teléfono, la escuela, hoy sede de la actual asociación donde nos encontramos...; logros que llenan de orgullo al vecindario y que confirman que con ilusión y constancia todo se consigue, pero que también da ejemplo de ese sentido comunitario que desde siempre ha tenido la gente del Llano.

Tal vez por eso insisto en que lo más atractivo del barrio es su gente...




El pregóneroPedro Socorro recorrio la historia del barrio desde el Siglo XVI y alabo la constancia de  su gente y su idiosincrasia.

 PREGÓN DE LAS FIESTAS PATRONALES DEL BARRIO
LOS LLANOS MARIA RIVERA, EL ROQUE Y EL PIQUILLO

Pedro Socorro Santana
Cronista Oficial de la Villa de Santa Brígida
Si algo me sorprende de los Llanos de María Rivera es que cada día se despierta con la luz cegadora del sol en frente. En realidad, uno de los encantos de este lugar es la puesta de sol, cuando asoma cada amanecer su enorme cara enrojecida sobre el Monte. No es, sin embargo, el único aliciente de este lugar que tiene a un volcán dormido por vecino natural, una cruz por vigía y el antiguo río Guiniguada a sus pies.
Desde los antiguos canarios que habitaban en las vecinas cuevas de Los Frailes, bajo el volcán de la Caldereta del Lentiscal, hasta los primeros castellanos que repoblaron estas laderas y riscos sobre el Guiniguada; desde los primeros peregrinos que se dirigían a Teror, a través del camino real de Las Palmas a Los Arbejales, hasta los vecinos de hoy, la gente no ha dejado de transitar por estas tierras milenarias que formaban parte de los restos de la dehesa de Tamaraceite (Atamarazait), el cantón donde pastaban los nutridos rebaños de las tribus aborígenes antes de la Conquista.

Cuenta la historia que este pago era eminentemente agrícola y rural en el pasado, y que su territorio fronterizo con el barranco de La Angostura, desde el denominado risco de las Galgas, formaba parte de el Lugarejos, el lugar donde se encontraba la cantera que proporcionaba la sillería que puede contemplarse hoy en las antiguas edificaciones de la ciudad y en la misma Catedral, pues su primer arquitecto, Diego Alonso Montaude, eligió las piedras de color gris azulado que se prestaban admirablemente a la talla y al labrado de las primeras paredes de Santa Ana.
Para entonces, los contornos del Llano fueron poblándose de forma pausada, pero incesantemente, gracias al fondo fértil de su barranco, tan cercano a las casas de piedra seca y a las cuevas de los antiguos canarios sobre las que los nuevos pobladores edificaron sus moradas a comienzos del siglo XVI. Fue en aquel tiempo cuando de modo raro y misterioso, como siempre suceden muchas cosas, las piedras debían rodar montaña abajo tan a menudo que alguien dio el nombre del puerto de Las Galgas, al lugar que hoy conocemos como Siete Puertas.
Estas colinas ofrecían un sitio protegido pues quedaban al abrigo de cualquier ataque inesperado y, además, proporcionaban todas las posibilidades de evacuación hacia el interior de la isla, a través del cercano camino real que atravesaba este territorio, o el camino del pinar, que comunicaba Lugarejos con la Cumbre. Hay que tener en cuenta que se vivía una época de gran inseguridad ante el riesgo de ataques y saqueos de piratas y flotas extranjeras.
En poco tiempo, una pequeña saga de labradores y también esclavos negros y moriscos a sus servicios roturaron los terrenos y convirtieron a este lugar en una tierra próspera y productiva, sobre todo cultivos de trigo que se mezclaban con los productos de huertas y los primeros viñedos.
Cien años después una acomodada familia campesina se dispone a organizar su vida en este lugar, convertido ya, en pleno siglo XVII, en uno de los principales graneros de la ciudad, pero donde también se daban muchas transacciones de vino. Son unos enraizados pobladores entre los que se encuentra una mujer que hizo de este espacio el centro de sus poderes. Doña María Rivera era una de las hijas de Martín Hernández Peñate y de Ana de Rivera, contrajo matrimonio en la iglesia del Sagrario Catedral, en la ciudad, el 9 de noviembre de 1648, con Francisco Rodríguez, hijo de Melchor Rodríguez y de Mencía López. La boda contó con la presencia «de muchas personas», según consta en su partida de matrimonio que se conserva en el Archivo Histórico Provincial de Las Palmas (Libro III de Casamientos, partida nº 547, folio 113), y los desposados y sus familiares eran todos vecinos de San Lorenzo de Tamaraceite, como empezaba a ser costumbre nominar a Lugarejos, lo que obedece a que tres años antes de esta ceremonia se había bendecido la pequeña ermita que los vecinos pusieron bajo la advocación de San Lorenzo, ese mártir quemado vivo en una parrilla de hierro.

Doña María Rivera y su esposo viven cultivando las cuantiosas fanegadas de tierras de pan sembrar y viñedos; en total unas quince fanegadas, casi cien mil metros cuadrados, con morada cueva, alpendres y parral en el cortijo de Las Galgas. La hacienda lindaba con tierras de Baltasar Pérez, su cuñado, dueño de un molino. También poseía este matrimonio nueve fanegadas en tierras en Tenteniguada, con casa, además de un potro, una yegua y una yunta de bueyes que facilitaban la tarea diaria entre los surcos de sembraduras.
Francisco, por su parte, aportó a la causa matrimonial ocho fanegadas de tierras en Tamaraceite, un pedazo en el Lomo de Los Silos, una gañanía, pajar y casa alta en San Lorenzo, morada de su familia, una cueva en el barranco de Torres, cuya salida discurría junto al camino real del Cardón, además de 30 ovejas, cinco bueyes, tres vacas, dos becerros, once cerdos y varios pedazos de tierras que había heredado de su padre. Entre los dos criaban un importante rebaño de más de cien ovejas, lo que hacía de este lugar una importante zona agropecuaria de la isla donde el pasto garantizaba unas buenas carnes. Entre tanto, la vid ganaba terreno con los años, debido sin duda a la demanda americana y a la ruina del negocio de las cañas de azúcar.



TESTAMENTO Y MUERTE DE DOÑA MARÍA RIVERA. 
Hacia 1666 doña María Rivera ya era fallecida, y el óbito ocurre dos años después de dar a luz a su tercera hija. Aunque no se tiene constancia de que hiciera testamento, en el lecho de su muerte deja encomendado a su esposo la donación de un rico vestido de seda, de color blanco, para la imagen Nuestra Señora del Buen Suceso del Lugarejos, la santa de su casa y de su familia. También encarga la realización de una fiesta en su honor con sus respectivas misas y procesión, cuyos gastos correrían a cargo de sus múltiples propiedades.
El viudo, inconsolable, cumplió con lo ordenado por su esposa, pues la fiesta se celebró en la parroquia de San Lorenzo hasta después de la Guerra Civil. Entretanto, compagina sus negocios agrícolas y ganaderos con el de padre de familia de sus tres hijos menores: Martín, Melchor (1662. Libro X de Bautismos, folio 333) y Ana, el mayor de sólo siete años; aunque para tan especial menester contaba con la sacrificada ayuda de la familia de su criada, María Florencia, y las cinco hijas mulatas, que antes habían servido a los padres de doña María Rivera. Tan nutrido servicio doméstico exterioriza la holgada situación económica que disfruta en aquel momento la familia Rodríguez Rivera. ¡Seis servidoras para su domicilio!, y eso sin contar a las personas que trabajarían en sus tierras.

El paso por la vida de doña María Rivera no quedó cubierto por las brumas del olvido. Tuvo que ser una mujer de carácter, de las que dejan huella pues, a su muerte, en sus Llanos y en sus contornos quedó un gran vacío. Su nombre siguió perenne en las voces del pueblo durante muchísimo tiempo, lo que hizo que esta parte de la geografía insular lleve hoy un nombre femenino: Los Llanos de María Rivera.
Poco después, el viudo, temeroso de que el final de sus días también se acercara, decide aquel lunes 10 de mayo de 1666, llamar al notario Melchor Gumiel de Narváez, vecino de la plaza de Santa Ana, en la ciudad, y hacer un primer testamento (Protocolo 1374, folios 243 vtº. al 251 vtº.) que, sin duda, medita en su cortijo del Puerto de Las Galgas, un retiro propicio para las últimas reflexiones, para esa meditatio mortis, a que tanto se presta su hacienda, sus habitaciones personales y hasta la severa e imponente naturaleza que todo lo rodea. En sus cláusulas fija los pormenores de su enterramiento, que había verificarse en el convento de San Francisco, en la ciudad; a continuación hace un repaso de lo que le adeudan sus paisanos, algo que tiene muy preocupado el ánimo del testador, enumera luego sus cuantiosos bienes, incluidos los seis toneles de su bodega, que guardaban el tesoro más valioso; y termina por encomendarle a su hermano, Domingo Rodríguez, la tarea de ser el tutor de los pequeños y administrador de todos sus bienes.
Francisco Rodríguez no deja ningún cabo suelto que emborrone su partida. Hay que echar mano de todos los recursos, sin olvidar ninguno, empezando porque toda la gente de la iglesia, clérigos y religiosos, del lugar donde falleciere digan misa por él y, en particular, en el monasterio de San Francisco el día que le enterrasen. Mucho más emotivo es el recuerdo de afecto que tiene para aquellos que mejor le habían servido. El marido de doña María Rivera no puede olvidar que María Florencia, la madre de sus siervas mulatas, cuida de él y de sus pequeños hijos, mitigando en parte la soledad a la que se vio condenado desde la muerte de su esposa. Él quiere premiar la obediencia y fidelidad de sus esclavas, por eso pide a sus herederos que les concedan su libertad, aunque les advierte que han de pasar en la casa otros veinte años, a fin de garantizar la crianza y todos los servicios domésticos que precisaran sus retoños, sobre todo de su hija pequeña, Anita, como la llama en su testamento, y con la que tiene atenciones y un tierno amor paterno.
Sin embargo, Francisco Rodríguez aún viviría 17 años más pues su fallecimiento se produce en su domicilio del Puerto de Las Galgas el 24 de noviembre de 1683. El mayor de sus tres hijos, Martín, había fallecido un año antes. Antes de su muerte el marido de doña María Rivera había rubricado un nuevo testamento ante el notario Francisco Álvarez de Montesdeoca (Protocolo 1436, folios: 25 vº al 34). En él señala ahora que debía ser enterrado –y así fue- en la capilla mayor de la nueva parroquia de San Lorenzo, a la que deja 83 reales en limosnas para acabar el Sagrario del altar mayor y que se digan por su alma 400 misas rezadas.
Así que durante dos venturosas décadas, el desconsolado viudo vio cómo sus tres hijos fueron creciendo bajo su tutela y los cuidados de sus súbditos, cómo uno de ellos fallecía y otra lograba el matrimonio. Alcanzada la edad adulta, Ana Rodríguez Rivera, la hija menor y heredera universal de los Rivera, contrae nupcias el 30 de noviembre de 1682. El enlace se celebra en la iglesia del Sagrario Catedral y el novio es un acomodado labrador de La Vega (Santa Brígida). Su nombre: Francisco Ruano Naranjo de Quintana. La pareja se establece primeramente en las llamadas cuevas de Ortega y más tarde en el lugar conocido por La Vizcaína, donde residen cultivando sus tierras, dentro de la demarcación de San Lorenzo.
La boda ha sido un buen partido matrimonial, como corresponde a su condición social y a la mentalidad de la época, que perseguía la unión de dos patrimonios. El refrán al uso, convertido en exigente norma social, aconsejaba en esa época que cada oveja estuviera con su pareja. De este modo, Ana Rivera dio un paso trascendental en su vida, y por supuesto sumó así más poder económico y social para su estirpe, pues el yerno de su difunta madre es el primogénito de la familia Naranjo de Gran Canaria, un linaje que procedía de Andalucía, concretamente de Huelva, cuando el caballero Alonso Martín Naranjo arribó a estas peñas atlánticas hacia 1520, según cuenta el genealogista Miguel Rodríguez de Quintana.
Gracias a este ventajoso matrimonio, los Rivera eran dueños del Llano, de las laderas y el roque, del Lomo de la Vizcaína y buena parte del Puerto de Las Galgas (Siete Puertas). Y es que los Naranjo habían ido atesorando una rica extensión de tierras que cercaban casi todo el centro insular y también el cortijo de Gando. De hecho, la creación del pueblo de San Lorenzo como municipio y parroquia, que se produjo en 1681, tuvo también estrecha relación con la familia Naranjo y con los Rivera ya que, al figurar avecindados dentro de lo que luego sería su demarcación territorial, contribuyeron a que la aspiración vecinal se convirtiera pronto en realidad. Así fue naciendo la nueva municipalidad del antiguo Lugarejos de Las Palmas, favorecida por la saneada situación económica de estas familias que no regateaban a la hora de dotar a aquella iglesia de capillas y de los enseres litúrgicos necesarios para la celebración de los cultos, siendo algunos de ellos reconocidos alcaldes reales de aquel término municipal. Como recuerdo de aquel linaje, en la pared lateral de la iglesia de San Lorenzo se puso en 1755 el escudo de armas, en cantería del país, según el expreso deseo del fundador de la capilla de la Virgen del Buen Suceso, Juan Naranjo de Quintana (1698-1761).


Las ramas de este árbol genealógico –Naranjo y Rivera- se repartieron y echaron raíces por toda la geografía insular. Los más cercanos se establecieron en el valle de La Angostura, como el caso de José Naranjo Vega, quien a fines del siglo XIX pone en marcha dos molinos harineros gracias a la corriente de aguas de las fuentes del Bucio y Briviescas. Una nieta de doña María Rivera, casada con su primo Salvador Naranjo de Quintana, se estableció en el pago Las Goteras, y allí falleció Ana Rivera Naranjo de Quintana, que así se llamaba la nieta, el 20 de mayo de 1742, siendo sepultada en la parroquia de Santa Brígida. Contaba sólo con 37 años y dejaba vivos a seis hijos, biznietos de la dueña del Llano. Hoy día muchos son muchos los Rivera o Rivero (que por aquel entonces se modifica el apellido) o los Naranjo descendientes de esa saga familiar, como lo es, por ejemplo, Antonia María del Pino Naranjo Suárez (1913-), esposa del acaudalado industrial tabaquero, Eufemiano Fuentes Díaz, secuestrado en su palacete de Las Meleguinas en 1976, donde en el presente reside esta anciana mujer que el mes próximo cumplirá los 99 años.

A CABALLO ENTRE DOS MUNICIPIOS. 
Pues bien, desde la creación de la parroquia de San Lorenzo y hasta finales del siglo XIX, los Llanos de María Rivera pertenecían territorialmente a aquel término, pero también a La Vega. Sus límites no eran más que trazos difusos en los mapas de los hombres. Pero el aumento de la riqueza rústica obligó a una nueva delimitación territorial en 1890. El interés era puramente económico: el cobro de impuestos de las fincas en producción. Para ello, se formaron dos comisiones vecinales integradas por vecinos de San Lorenzo, con su alcalde Hernando de Lezcano Acosta al frente, y los de Santa Brígida, junto a su munícipe José Antonio de la Coba Domínguez, casado, por cierto, con una Naranjo. Varios mojones de piedra marcaron la línea que divide hoy ambos términos municipales y que principiaba en el camino del Lomo, junto a la casa de Juan Martel Falcón, en Pino Santo, en cuya parte trasera arrancaba el camino público que iba a la Villa de Teror.

Con la nueva centuria se fueron levantando, poco a poco, nuevas casas en los Llanos, unas sobre las lomas y laderas, y otras que se descolgaban hacia el valle de La Angostura, desbordándose el pueblo por donde podía o por donde ambicionaba andar. Su orden y su estética son los del capricho de quien las levantó. Y así, al golpito, se alzaron la vivienda de la familia Torres y la casa tienda de Ricardito Sánchez; también la de Panchito Rodríguez, la morada de la familia de Mercedes Hernández y la de los Rivero. Y, por encima de la presa, la casa de Manolito el Pastor, dueño de un gran rebaño de ovejas y cabras, con el que recorría todos los días estos parajes. En el camino de El Piquillo también había unas pocas casas dispersas, al igual que en El Roque. Hoy día son 289 los habitantes pertenecientes a Santa Brígida y otros tantos que los son de Las Palmas de Gran Canaria.
Pero conviene, con ocasión del inicio de las fiestas, hablar también del presente y de los verdaderos protagonistas de su historia, que son sus gentes. Sus vecinos aspiran, con su trabajo, a la promoción social y económica del barrio. Y aunque a veces las instituciones les incordien un poco, o no prestan oído a sus demandas, los llaneros han sabido defenderse y luchar contracorriente, teniendo como virtud la mayor de las paciencias. Nunca les falta una razón, una ilusión, ni siquiera una fiesta para apaciguar las almas. Al final, tarde o temprano, siempre encuentran una solución y saben ser agradecidos. Pues no debemos olvidar que cuando, por fin, llegó al barrio la luz eléctrica, los vecinos lo agradecieron tanto a los cielos que a su patrona pusieron por nombre la Virgen de La Luz. Así que no desesperen si todavía no tienen una iglesia, como es su deseo, porque también los pueblos tienen sus sueños y sus decepciones. Ahora bien, si un día se construyera aquí una ermita, con su campana y todo, tóquenla a rebato y busquen su compatrono, algún santo de causas imposibles que cuente al menos con la santa paciencia del profeta Job.

LOS LLANOS HOY. 
Hoy, de aquel pasado de tierras cultivadas, bodegas y viejas casas desperdigadas, sólo quedan algunos testimonios. Ahora hay menos ovejas y más coches; menos alpendres y más talleres. Pocas son ya las cosechas en unos surcos que fueron trazados durante siglos por manos laboriosas, mientras algunas casas tradicionales se arruinan sin remisión, como la que se encuentra a la entrada de El Piquillo, testimonio de una arquitectura tradicional que, por desgracia, se ha dejado morir en este pago, como en otros muchos barrios del municipio. En su tiempo fue una antigua residencia donde sus dueños guardaban el grano, el arado y el vino, soñando bajo sus techos. Debemos salvar de la desidia a esa casa de estancias vacías porque en ella reside un mundo que no vemos, pero que sentimos palpitar: la memoria de este barrio. ¡Qué bonito sería que un día sea la casa de todos! No creo que haya otra morada que afine tan bien la sinfonía del cercano barranco.


Hoy los Llanos de María Rivera, El Roque y El Piquillo forman un nuevo pueblo, centenario y adolescente a la vez que, a pesar de las limitaciones y carencias de medios, ha sabido lograr cosas importantes para su gente: la carretera, el abasto público, la luz eléctrica, el teléfono, la escuela, hoy sede de la actual asociación donde nos encontramos...; logros que llenan de orgullo al vecindario y que confirman que con ilusión y constancia todo se consigue, pero que también da ejemplo de ese sentido comunitario que desde siempre ha tenido la gente del Llano.
Tal vez por eso insisto en que lo más atractivo del barrio es su gente. Porque los pueblos lo forman también las personas que apuestan por vivir juntas y se comprometen con proyectos comunes. Algunas de ellas ya no están entre nosotros, pero han dejado huella en el alma popular, como Daniel Sánchez, el vigilante de las obras de la escuela; Guillermo Cabrera Hernández, vocal de la primera directiva de la asociación; Ferminito Hernández y Piedad Díaz, miembros de la comisión pro-templo del Llano, Colacho, Nino, Manuel García Santana, Manolo Alemán; Ricardito y Pinito Ojeda, dueños de la única tienda de aceite y vinagre que existió en este barrio. Nadie olvida a esa gente que un día vivió bajo ese Roque áspero y bravío que corona los sueños de los vecinos y que inspiró a Santiaguito Socorro, el pintor que soñaba junto a la presa y primer restaurador de la virgen de La Luz.


Otros, por fortuna, aún comparten nuestros pasos, nuestras vivencias y nuestros sueños, como Manolo Betancort, más conocido como Tito el de la gasolinera del Monte, uno de los iniciadores de las fiestas de Carnaval en el Llano, y quien más hilos movió para crear la asociación de vecinos El Parral, hace ahora veintiún años; artífice también, por cierto, de muchos logros para su barrio en el pasado, como otros vecinos que se desviven hoy para tener un mejor futuro, bajo el patrocinio de una asociación, presidida por el amigo Braulio del Pino Sosa, que es de las más activa de la Villa.
Pero en el proyecto de futuro no puede faltar, si reina la responsabilidad y el amor a este pago, un pacto entre los dos ayuntamientos, ahora que son del mismo color político, para que se antepongan una serie de aspectos fundamentales como: potenciar el carácter rural y residencial de este barrio, mejorar su tipología, interconectar este territorio con sus caminos reales, dedicar todos los esfuerzos al embellecimiento y a la mejora de la calidad de vida y asumir, de una vez por todas, que todos los que viven en los Llanos de María Rivera, de un lado u otro de la carretera, forman un único pueblo. Porque lo son y porque quieren serlo, por mucho que sea el barrio más al suroeste de Las Palmas de Gran Canaria y más norteño de Santa Brígida.

Porque menudo dilema es vivir en un lugar a caballo entre dos municipios sin saber bien a cuál de ellos pertenece su amistad y a cuál su amor verdadero; como un llanero solitario que quiere a dos pueblos a la vez y, créanme, no tiene el corazón loco. Y es que el interior de la isla no posee vecindario más unificador que los Llanos de María Rivera, pues a lo largo de los siglos ha sido capaz de reconciliar Las Palmas y San Lorenzo, Santa Brígida y Teror; aunque en el curso de su historia haya dejado atrás su independencia, pero no su razón de ser ni esta nueva fiesta, que es el lugar donde este pueblo mejor acomoda sus emociones.

Muchas gracias y felices fiestas.
En los Llanos de María Rivera (Villa de Santa Brígida), viernes 7 de octubre de 2011.

lunes, 3 de octubre de 2011

FIESTAS DE LA LUZ EN LLANOS DE MARIA RIVERA.

Los vecinos de LLANOS DE MARIA RIVERO, EL ROQUE Y EL PIQUILLO, celebran sus fiestas en honor a la Virgen de La Luz .Con un atractivo programa de actos que se inició el sabado con la 25 CAMINATA A TEROR a visitar a la Virgen Del Pino.
El viernes 7 a las 21 horas sera EL PREGON que este año estara a cargo de Pedro Socorro Santana,Conista oficial de La Villa de Santa Brígida.