Si algo me sorprende de los Llanos de María Rivera es que cada día se despierta con la luz cegadora del sol en frente. En realidad, uno de los encantos de este lugar es la puesta de sol, cuando asoma cada amanecer su enorme cara enrojecida sobre el Monte. No es, sin embargo, el único aliciente de este lugar que tiene a un volcán dormido por vecino natural, una cruz por vigía y el antiguo río Guiniguada a sus pies.

Tal vez por eso insisto en que lo más atractivo del barrio es su gente...

PREGÓN DE LAS FIESTAS PATRONALES DEL BARRIO
LOS LLANOS MARIA RIVERA, EL ROQUE Y EL PIQUILLO
Pedro Socorro Santana
Cronista Oficial de la Villa de Santa Brígida

Desde los antiguos canarios que habitaban en las vecinas cuevas de Los Frailes, bajo el volcán de la Caldereta del Lentiscal, hasta los primeros castellanos que repoblaron estas laderas y riscos sobre el Guiniguada; desde los primeros peregrinos que se dirigían a Teror, a través del camino real de Las Palmas a Los Arbejales, hasta los vecinos de hoy, la gente no ha dejado de transitar por estas tierras milenarias que formaban parte de los restos de la dehesa de Tamaraceite (Atamarazait), el cantón donde pastaban los nutridos rebaños de las tribus aborígenes antes de la Conquista.
Cuenta la historia que este pago era eminentemente agrícola y rural en el pasado, y que su territorio fronterizo con el barranco de La Angostura, desde el denominado risco de las Galgas, formaba parte de el Lugarejos, el lugar donde se encontraba la cantera que proporcionaba la sillería que puede contemplarse hoy en las antiguas edificaciones de la ciudad y en la misma Catedral, pues su primer arquitecto, Diego Alonso Montaude, eligió las piedras de color gris azulado que se prestaban admirablemente a la talla y al labrado de las primeras paredes de Santa Ana.
Para entonces, los contornos del Llano fueron poblándose de forma pausada, pero incesantemente, gracias al fondo fértil de su barranco, tan cercano a las casas de piedra seca y a las cuevas de los antiguos canarios sobre las que los nuevos pobladores edificaron sus moradas a comienzos del siglo XVI. Fue en aquel tiempo cuando de modo raro y misterioso, como siempre suceden muchas cosas, las piedras debían rodar montaña abajo tan a menudo que alguien dio el nombre del puerto de Las Galgas, al lugar que hoy conocemos como Siete Puertas.
Estas colinas ofrecían un sitio protegido pues quedaban al abrigo de cualquier ataque inesperado y, además, proporcionaban todas las posibilidades de evacuación hacia el interior de la isla, a través del cercano camino real que atravesaba este territorio, o el camino del pinar, que comunicaba Lugarejos con la Cumbre. Hay que tener en cuenta que se vivía una época de gran inseguridad ante el riesgo de ataques y saqueos de piratas y flotas extranjeras.
En poco tiempo, una pequeña saga de labradores y también esclavos negros y moriscos a sus servicios roturaron los terrenos y convirtieron a este lugar en una tierra próspera y productiva, sobre todo cultivos de trigo que se mezclaban con los productos de huertas y los primeros viñedos.
Cien años después una acomodada familia campesina se dispone a organizar su vida en este lugar, convertido ya, en pleno siglo XVII, en uno de los principales graneros de la ciudad, pero donde también se daban muchas transacciones de vino. Son unos enraizados pobladores entre los que se encuentra una mujer que hizo de este espacio el centro de sus poderes. Doña María Rivera era una de las hijas de Martín Hernández Peñate y de Ana de Rivera, contrajo matrimonio en la iglesia del Sagrario Catedral, en la ciudad, el 9 de noviembre de 1648, con Francisco Rodríguez, hijo de Melchor Rodríguez y de Mencía López. La boda contó con la presencia «de muchas personas», según consta en su partida de matrimonio que se conserva en el Archivo Histórico Provincial de Las Palmas (Libro III de Casamientos, partida nº 547, folio 113), y los desposados y sus familiares eran todos vecinos de San Lorenzo de Tamaraceite, como empezaba a ser costumbre nominar a Lugarejos, lo que obedece a que tres años antes de esta ceremonia se había bendecido la pequeña ermita que los vecinos pusieron bajo la advocación de San Lorenzo, ese mártir quemado vivo en una parrilla de hierro.
Doña María Rivera y su esposo viven cultivando las cuantiosas fanegadas de tierras de pan sembrar y viñedos; en total unas quince fanegadas, casi cien mil metros cuadrados, con morada cueva, alpendres y parral en el cortijo de Las Galgas. La hacienda lindaba con tierras de Baltasar Pérez, su cuñado, dueño de un molino. También poseía este matrimonio nueve fanegadas en tierras en Tenteniguada, con casa, además de un potro, una yegua y una yunta de bueyes que facilitaban la tarea diaria entre los surcos de sembraduras.
Francisco, por su parte, aportó a la causa matrimonial ocho fanegadas de tierras en Tamaraceite, un pedazo en el Lomo de Los Silos, una gañanía, pajar y casa alta en San Lorenzo, morada de su familia, una cueva en el barranco de Torres, cuya salida discurría junto al camino real del Cardón, además de 30 ovejas, cinco bueyes, tres vacas, dos becerros, once cerdos y varios pedazos de tierras que había heredado de su padre. Entre los dos criaban un importante rebaño de más de cien ovejas, lo que hacía de este lugar una importante zona agropecuaria de la isla donde el pasto garantizaba unas buenas carnes. Entre tanto, la vid ganaba terreno con los años, debido sin duda a la demanda americana y a la ruina del negocio de las cañas de azúcar.
TESTAMENTO Y MUERTE DE DOÑA MARÍA RIVERA.
Hacia 1666 doña María Rivera ya era fallecida, y el óbito ocurre dos años después de dar a luz a su tercera hija. Aunque no se tiene constancia de que hiciera testamento, en el lecho de su muerte deja encomendado a su esposo la donación de un rico vestido de seda, de color blanco, para la imagen Nuestra Señora del Buen Suceso del Lugarejos, la santa de su casa y de su familia. También encarga la realización de una fiesta en su honor con sus respectivas misas y procesión, cuyos gastos correrían a cargo de sus múltiples propiedades.
El viudo, inconsolable, cumplió con lo ordenado por su esposa, pues la fiesta se celebró en la parroquia de San Lorenzo hasta después de la Guerra Civil. Entretanto, compagina sus negocios agrícolas y ganaderos con el de padre de familia de sus tres hijos menores: Martín, Melchor (1662. Libro X de Bautismos, folio 333) y Ana, el mayor de sólo siete años; aunque para tan especial menester contaba con la sacrificada ayuda de la familia de su criada, María Florencia, y las cinco hijas mulatas, que antes habían servido a los padres de doña María Rivera. Tan nutrido servicio doméstico exterioriza la holgada situación económica que disfruta en aquel momento la familia Rodríguez Rivera. ¡Seis servidoras para su domicilio!, y eso sin contar a las personas que trabajarían en sus tierras.
El paso por la vida de doña María Rivera no quedó cubierto por las brumas del olvido. Tuvo que ser una mujer de carácter, de las que dejan huella pues, a su muerte, en sus Llanos y en sus contornos quedó un gran vacío. Su nombre siguió perenne en las voces del pueblo durante muchísimo tiempo, lo que hizo que esta parte de la geografía insular lleve hoy un nombre femenino: Los Llanos de María Rivera.
Poco después, el viudo, temeroso de que el final de sus días también se acercara, decide aquel lunes 10 de mayo de 1666, llamar al notario Melchor Gumiel de Narváez, vecino de la plaza de Santa Ana, en la ciudad, y hacer un primer testamento (Protocolo 1374, folios 243 vtº. al 251 vtº.) que, sin duda, medita en su cortijo del Puerto de Las Galgas, un retiro propicio para las últimas reflexiones, para esa meditatio mortis, a que tanto se presta su hacienda, sus habitaciones personales y hasta la severa e imponente naturaleza que todo lo rodea. En sus cláusulas fija los pormenores de su enterramiento, que había verificarse en el convento de San Francisco, en la ciudad; a continuación hace un repaso de lo que le adeudan sus paisanos, algo que tiene muy preocupado el ánimo del testador, enumera luego sus cuantiosos bienes, incluidos los seis toneles de su bodega, que guardaban el tesoro más valioso; y termina por encomendarle a su hermano, Domingo Rodríguez, la tarea de ser el tutor de los pequeños y administrador de todos sus bienes.
Francisco Rodríguez no deja ningún cabo suelto que emborrone su partida. Hay que echar mano de todos los recursos, sin olvidar ninguno, empezando porque toda la gente de la iglesia, clérigos y religiosos, del lugar donde falleciere digan misa por él y, en particular, en el monasterio de San Francisco el día que le enterrasen. Mucho más emotivo es el recuerdo de afecto que tiene para aquellos que mejor le habían servido. El marido de doña María Rivera no puede olvidar que María Florencia, la madre de sus siervas mulatas, cuida de él y de sus pequeños hijos, mitigando en parte la soledad a la que se vio condenado desde la muerte de su esposa. Él quiere premiar la obediencia y fidelidad de sus esclavas, por eso pide a sus herederos que les concedan su libertad, aunque les advierte que han de pasar en la casa otros veinte años, a fin de garantizar la crianza y todos los servicios domésticos que precisaran sus retoños, sobre todo de su hija pequeña, Anita, como la llama en su testamento, y con la que tiene atenciones y un tierno amor paterno.
Sin embargo, Francisco Rodríguez aún viviría 17 años más pues su fallecimiento se produce en su domicilio del Puerto de Las Galgas el 24 de noviembre de 1683. El mayor de sus tres hijos, Martín, había fallecido un año antes. Antes de su muerte el marido de doña María Rivera había rubricado un nuevo testamento ante el notario Francisco Álvarez de Montesdeoca (Protocolo 1436, folios: 25 vº al 34). En él señala ahora que debía ser enterrado –y así fue- en la capilla mayor de la nueva parroquia de San Lorenzo, a la que deja 83 reales en limosnas para acabar el Sagrario del altar mayor y que se digan por su alma 400 misas rezadas.
Así que durante dos venturosas décadas, el desconsolado viudo vio cómo sus tres hijos fueron creciendo bajo su tutela y los cuidados de sus súbditos, cómo uno de ellos fallecía y otra lograba el matrimonio. Alcanzada la edad adulta, Ana Rodríguez Rivera, la hija menor y heredera universal de los Rivera, contrae nupcias el 30 de noviembre de 1682. El enlace se celebra en la iglesia del Sagrario Catedral y el novio es un acomodado labrador de La Vega (Santa Brígida). Su nombre: Francisco Ruano Naranjo de Quintana. La pareja se establece primeramente en las llamadas cuevas de Ortega y más tarde en el lugar conocido por La Vizcaína, donde residen cultivando sus tierras, dentro de la demarcación de San Lorenzo.
La boda ha sido un buen partido matrimonial, como corresponde a su condición social y a la mentalidad de la época, que perseguía la unión de dos patrimonios. El refrán al uso, convertido en exigente norma social, aconsejaba en esa época que cada oveja estuviera con su pareja. De este modo, Ana Rivera dio un paso trascendental en su vida, y por supuesto sumó así más poder económico y social para su estirpe, pues el yerno de su difunta madre es el primogénito de la familia Naranjo de Gran Canaria, un linaje que procedía de Andalucía, concretamente de Huelva, cuando el caballero Alonso Martín Naranjo arribó a estas peñas atlánticas hacia 1520, según cuenta el genealogista Miguel Rodríguez de Quintana.
Gracias a este ventajoso matrimonio, los Rivera eran dueños del Llano, de las laderas y el roque, del Lomo de la Vizcaína y buena parte del Puerto de Las Galgas (Siete Puertas). Y es que los Naranjo habían ido atesorando una rica extensión de tierras que cercaban casi todo el centro insular y también el cortijo de Gando. De hecho, la creación del pueblo de San Lorenzo como municipio y parroquia, que se produjo en 1681, tuvo también estrecha relación con la familia Naranjo y con los Rivera ya que, al figurar avecindados dentro de lo que luego sería su demarcación territorial, contribuyeron a que la aspiración vecinal se convirtiera pronto en realidad. Así fue naciendo la nueva municipalidad del antiguo Lugarejos de Las Palmas, favorecida por la saneada situación económica de estas familias que no regateaban a la hora de dotar a aquella iglesia de capillas y de los enseres litúrgicos necesarios para la celebración de los cultos, siendo algunos de ellos reconocidos alcaldes reales de aquel término municipal. Como recuerdo de aquel linaje, en la pared lateral de la iglesia de San Lorenzo se puso en 1755 el escudo de armas, en cantería del país, según el expreso deseo del fundador de la capilla de la Virgen del Buen Suceso, Juan Naranjo de Quintana (1698-1761).
Las ramas de este árbol genealógico –Naranjo y Rivera- se repartieron y echaron raíces por toda la geografía insular. Los más cercanos se establecieron en el valle de La Angostura, como el caso de José Naranjo Vega, quien a fines del siglo XIX pone en marcha dos molinos harineros gracias a la corriente de aguas de las fuentes del Bucio y Briviescas. Una nieta de doña María Rivera, casada con su primo Salvador Naranjo de Quintana, se estableció en el pago Las Goteras, y allí falleció Ana Rivera Naranjo de Quintana, que así se llamaba la nieta, el 20 de mayo de 1742, siendo sepultada en la parroquia de Santa Brígida. Contaba sólo con 37 años y dejaba vivos a seis hijos, biznietos de la dueña del Llano. Hoy día muchos son muchos los Rivera o Rivero (que por aquel entonces se modifica el apellido) o los Naranjo descendientes de esa saga familiar, como lo es, por ejemplo, Antonia María del Pino Naranjo Suárez (1913-), esposa del acaudalado industrial tabaquero, Eufemiano Fuentes Díaz, secuestrado en su palacete de Las Meleguinas en 1976, donde en el presente reside esta anciana mujer que el mes próximo cumplirá los 99 años.
A CABALLO ENTRE DOS MUNICIPIOS.
Pues bien, desde la creación de la parroquia de San Lorenzo y hasta finales del siglo XIX, los Llanos de María Rivera pertenecían territorialmente a aquel término, pero también a La Vega. Sus límites no eran más que trazos difusos en los mapas de los hombres. Pero el aumento de la riqueza rústica obligó a una nueva delimitación territorial en 1890. El interés era puramente económico: el cobro de impuestos de las fincas en producción. Para ello, se formaron dos comisiones vecinales integradas por vecinos de San Lorenzo, con su alcalde Hernando de Lezcano Acosta al frente, y los de Santa Brígida, junto a su munícipe José Antonio de la Coba Domínguez, casado, por cierto, con una Naranjo. Varios mojones de piedra marcaron la línea que divide hoy ambos términos municipales y que principiaba en el camino del Lomo, junto a la casa de Juan Martel Falcón, en Pino Santo, en cuya parte trasera arrancaba el camino público que iba a la Villa de Teror.
Con la nueva centuria se fueron levantando, poco a poco, nuevas casas en los Llanos, unas sobre las lomas y laderas, y otras que se descolgaban hacia el valle de La Angostura, desbordándose el pueblo por donde podía o por donde ambicionaba andar. Su orden y su estética son los del capricho de quien las levantó. Y así, al golpito, se alzaron la vivienda de la familia Torres y la casa tienda de Ricardito Sánchez; también la de Panchito Rodríguez, la morada de la familia de Mercedes Hernández y la de los Rivero. Y, por encima de la presa, la casa de Manolito el Pastor, dueño de un gran rebaño de ovejas y cabras, con el que recorría todos los días estos parajes. En el camino de El Piquillo también había unas pocas casas dispersas, al igual que en El Roque. Hoy día son 289 los habitantes pertenecientes a Santa Brígida y otros tantos que los son de Las Palmas de Gran Canaria.
Pero conviene, con ocasión del inicio de las fiestas, hablar también del presente y de los verdaderos protagonistas de su historia, que son sus gentes. Sus vecinos aspiran, con su trabajo, a la promoción social y económica del barrio. Y aunque a veces las instituciones les incordien un poco, o no prestan oído a sus demandas, los llaneros han sabido defenderse y luchar contracorriente, teniendo como virtud la mayor de las paciencias. Nunca les falta una razón, una ilusión, ni siquiera una fiesta para apaciguar las almas. Al final, tarde o temprano, siempre encuentran una solución y saben ser agradecidos. Pues no debemos olvidar que cuando, por fin, llegó al barrio la luz eléctrica, los vecinos lo agradecieron tanto a los cielos que a su patrona pusieron por nombre la Virgen de La Luz. Así que no desesperen si todavía no tienen una iglesia, como es su deseo, porque también los pueblos tienen sus sueños y sus decepciones. Ahora bien, si un día se construyera aquí una ermita, con su campana y todo, tóquenla a rebato y busquen su compatrono, algún santo de causas imposibles que cuente al menos con la santa paciencia del profeta Job.
Hoy, de aquel pasado de tierras cultivadas, bodegas y viejas casas desperdigadas, sólo quedan algunos testimonios. Ahora hay menos ovejas y más coches; menos alpendres y más talleres. Pocas son ya las cosechas en unos surcos que fueron trazados durante siglos por manos laboriosas, mientras algunas casas tradicionales se arruinan sin remisión, como la que se encuentra a la entrada de El Piquillo, testimonio de una arquitectura tradicional que, por desgracia, se ha dejado morir en este pago, como en otros muchos barrios del municipio. En su tiempo fue una antigua residencia donde sus dueños guardaban el grano, el arado y el vino, soñando bajo sus techos. Debemos salvar de la desidia a esa casa de estancias vacías porque en ella reside un mundo que no vemos, pero que sentimos palpitar: la memoria de este barrio. ¡Qué bonito sería que un día sea la casa de todos! No creo que haya otra morada que afine tan bien la sinfonía del cercano barranco.
Hoy los Llanos de María Rivera, El Roque y El Piquillo forman un nuevo pueblo, centenario y adolescente a la vez que, a pesar de las limitaciones y carencias de medios, ha sabido lograr cosas importantes para su gente: la carretera, el abasto público, la luz eléctrica, el teléfono, la escuela, hoy sede de la actual asociación donde nos encontramos...; logros que llenan de orgullo al vecindario y que confirman que con ilusión y constancia todo se consigue, pero que también da ejemplo de ese sentido comunitario que desde siempre ha tenido la gente del Llano.
Tal vez por eso insisto en que lo más atractivo del barrio es su gente. Porque los pueblos lo forman también las personas que apuestan por vivir juntas y se comprometen con proyectos comunes. Algunas de ellas ya no están entre nosotros, pero han dejado huella en el alma popular, como Daniel Sánchez, el vigilante de las obras de la escuela; Guillermo Cabrera Hernández, vocal de la primera directiva de la asociación; Ferminito Hernández y Piedad Díaz, miembros de la comisión pro-templo del Llano, Colacho, Nino, Manuel García Santana, Manolo Alemán; Ricardito y Pinito Ojeda, dueños de la única tienda de aceite y vinagre que existió en este barrio. Nadie olvida a esa gente que un día vivió bajo ese Roque áspero y bravío que corona los sueños de los vecinos y que inspiró a Santiaguito Socorro, el pintor que soñaba junto a la presa y primer restaurador de la virgen de La Luz.
Otros, por fortuna, aún comparten nuestros pasos, nuestras vivencias y nuestros sueños, como Manolo Betancort, más conocido como Tito el de la gasolinera del Monte, uno de los iniciadores de las fiestas de Carnaval en el Llano, y quien más hilos movió para crear la asociación de vecinos El Parral, hace ahora veintiún años; artífice también, por cierto, de muchos logros para su barrio en el pasado, como otros vecinos que se desviven hoy para tener un mejor futuro, bajo el patrocinio de una asociación, presidida por el amigo Braulio del Pino Sosa, que es de las más activa de la Villa.
Pero en el proyecto de futuro no puede faltar, si reina la responsabilidad y el amor a este pago, un pacto entre los dos ayuntamientos, ahora que son del mismo color político, para que se antepongan una serie de aspectos fundamentales como: potenciar el carácter rural y residencial de este barrio, mejorar su tipología, interconectar este territorio con sus caminos reales, dedicar todos los esfuerzos al embellecimiento y a la mejora de la calidad de vida y asumir, de una vez por todas, que todos los que viven en los Llanos de María Rivera, de un lado u otro de la carretera, forman un único pueblo. Porque lo son y porque quieren serlo, por mucho que sea el barrio más al suroeste de Las Palmas de Gran Canaria y más norteño de Santa Brígida.
Porque menudo dilema es vivir en un lugar a caballo entre dos municipios sin saber bien a cuál de ellos pertenece su amistad y a cuál su amor verdadero; como un llanero solitario que quiere a dos pueblos a la vez y, créanme, no tiene el corazón loco. Y es que el interior de la isla no posee vecindario más unificador que los Llanos de María Rivera, pues a lo largo de los siglos ha sido capaz de reconciliar Las Palmas y San Lorenzo, Santa Brígida y Teror; aunque en el curso de su historia haya dejado atrás su independencia, pero no su razón de ser ni esta nueva fiesta, que es el lugar donde este pueblo mejor acomoda sus emociones.
Muchas gracias y felices fiestas.
En los Llanos de María Rivera (Villa de Santa Brígida), viernes 7 de octubre de 2011.
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