TASAUTE

La Federación eligió el nombre de Tasaute, para así coadyugar a rescatar el originario nombre de la Villa, ya que, según Pedro Socorro Cronista Oficial :" inicialmente el vocablo usado por los aborígenes no era Sataute, sino Tasaute, a la manera indígena de muchísimos nombres de raigambre bereber (Taidía, Tagoror, Taufía, Taliarte, etc.). Tasaute significa “frontera" aunque la tradición habla de "barranco de palmeras”, es decir, hace referencia a la peculiar geografía isleña y a las numerosas palmeras con las que se cruzaron cada día los ojos indígenas, bautizando a este pueblo de ese modo, tal como queda documentado en las crónicas primitivas"

martes, 23 de diciembre de 2014

Tiendas de aceite y Vinagre en Sataute

Este año en la II Fiesta de las Tradiciones Sataute 2014, se destino un espacio,junto a la antigua Barbería,  a recrear  las antiguas tiendas de aceite y vinagre .
 Reproducimos el texto publicado en 1999 por el cronista oficial de la Villa Pedro Socorro

Tiendas con muchas historias
       En los barrios las tiendas de aceite y vinagre han sido como una prolongación del hogar, el único punto de reunión posible y el noticiero del lugar. Porque la diferencia principal entre estos negocios y los modernos supermercados es que en las tiendas se va a conversar, y a veces con tanta paciencia que se olvida uno hasta de comprar...






A comienzos del presente siglo existían siete tiendas en el casco antiguo, y en una de ellas propiedad del entonces alcalde en funciones Juan Jesús Rodríguez, situada en La Alcantarilla, se instaló la primera central telefónica del pueblo. Las tiendas que abrían los domingos para facilitar las compras de los vecinos que acudían a la misa mayor, eran los únicos lugares de encuentro dado que en el municipio, hasta la llegada de la Sociedad, no existían espacios de ocio. Las tiendas eran la base del comercio en manos de una burguesía local, aunque en los barrios existía un sistema de compraventa realizado por vendedores ambulantes, que a veces utilizaban bestias para el transporte de la mercancía. Las fiestas principales eran también propicias para instalar pequeños puestos para la venta de verduras, huevos y quesos en una forma típica de mercadería propia de un mundo rural alejado y disperso.
En aquellos establecimientos se vendían distintos objetos necesarios para la casa, como los rollos de soga, faroles o hilo carreto, y se exhibían el millo, las lentejas, las ristras de chorizo, sacos de granos y las cajas de dátiles, delicia de nuestras abuelas. Al llegar la noche las tiendas se convertían en tabernas o lugar de reunión de los hombres y jóvenes que no tenían otra alternativa ni otro lugar a donde ir.
Una parte importante de la apagada vida social se refugiaba en las tertulias. En éstas, 1a hora indicada para la llegada de los asiduos era pasada las cinco de la tarde, es decir, después de la siesta y con tiempo sobrado para que la reunión se despidiera antes de la cena para así ahorrarse la botella de petróleo y no tener que prender 1a mecha del quinqué. Estos negocios adquirieron en Santa Brígida su máximo esplendor a comienzos de los años cincuenta en un periodo que se corresponde con el final del racionamiento y el levantamiento del cerco internacional que representa para las islas un cierto desahogo económico. Con el transcurso del tiempo, y con la llegada de los primeros supermercados, las tiendas han ido cerrando para abrir otros negocios más prósperos, como la de Juan Sosa, ahora sucursal de un conocido banco; la del secretario del Juzgado, José A. Ramírez, junto a la iglesia, actual sede de una empresa de turismo, o el comercio de Juanito López, en cuya entrada existían varias argollas de hierro para amarrar las bestias mientras sus dueños realizaban la compra.
En la actualidad se contabilizan ocho de estas tiendas repartidas por la geografía municipal, aunque hay un par de ellas que casi se han convertido en supermercados. Todas ellas confieren un atractivo al pueblo y mantienen viva su memoria histórica, a pesar del esfuerzo de sus dueños por mantener las puertas abiertas de unas tiendas que, en la mayoría de los casos, no sólo son un recurso ante la falta de un paquete de sal para echarle al caldo de papas, sino, verdaderos museos. Las que más, las que menos, ostentan unos mostradores de madera antigua hechos a la medida y con cristales enmasillados, sus sillas tertulianas de rejillas, además de las cortinas, espejos y pesas que completan el escueto y severo mobiliario.

Las Tiendas de aceite y vinagre


 L os viejos comercios de víveres, con su peculiar olor de ultramar, continúan ocupando un lugar destacado en el pueblo para las compras y para pasar un buen rato conversando.
Los vientos de la civilización no han logrado acabar en Santa Brígida con el encanto de las tiendas de aceite y vinagre, esas instituciones rurales en las que los clientes pueden echarse un pizco con su respectivo enyesque mientras cumple el recado a su señora. A este irresistible atractivo hay que sumar el de la posibilidad de dejar un fiado por una docena de huevos que se precisan urgentes para satisfacer el capricho de una tortilla, justo cuando las papas están ya fritas y a punto de salir de la sartén.
Las viejas tiendas continúan ocupando un lugar destacado en el pueblo, a pesar de que sus propietarios son conscientes de que no basta con lanzar una desafiante mirada de optimismo al tiempo y a la modernidad. Hoy en día, sobrevivir a la competencia y a unos impuestos que no son proporcionales a su pequeña facturación es una ardua tarea con poca rentabilidad a la que diariamente tienen que hacer frente.
Algunos clientes de estas tiendas son vecinos que no han conocido otro lugar de abastecimiento o que se resisten a perderse entre los escaparates de los grandes almacenes y echar dentro del carro los géneros de un sinfín de marcas que dejaron a un lado los paquetes de mantequilla La Niña, las conserva de Conchita Guayaba en cajas de madera,  las galletas rosas de Cubanito o las de Tamarán, los polvos del Ajax Poderoso o las eficientes escobas con flecos de palma que tan bien hacía con sus manos Pepito Gutiérrez, vecino del Gamonal.

A otros, en cambio, no les queda más remedio que arañar las últimas pesetas para llevarse algo de fruta o un estropajo de verga con el que sacarle la tizne al dichoso caldero antes de hacer la gran compra en los hipermercados. “La gente prefiere los supermercados y compra lo que le falte hasta llegar a fin de mes”, señala Pino, que pesa un kilo de plátanos en su antigua balanza Ybarra de 20 kilogramos de fuerza que decora el mostrador de su tienda situada en la calle Los Lentiscos número 17, ante la atenta mirada de su padre don José Domínguez, de 79 años, tan longevo como la historia de la tienda.
En estos establecimientos aseguran que la situación está algo difícil. Atrás han quedado los tiempos en los que las “compras llenaban los coches”, precisa Teresa Sosa detrás del mostrador de su establecimiento situado en El Santísimo 19, en lo alto del barrio de Las Meleguinas. “Hoy se llevan lo puesto, aunque como decía mi madre, mano puesta ayuda es”, añade. La escasa clientela por la competencia de las grandes superficies y, sobre todo, los impuestos que se ven obligados a cotizar hacen imposible que continúen con sus tradicionales negocios, y algunos, como el establecimiento de Teresa ya tienen los días contados.
Dentro de unos años estos oficios de tenderos dirán adiós a varias décadas de historia cotidiana por la falta de relevo generacional, como lo hizo hace pocos años la tienda de Lorenzo López y su esposa Otilia, en el casco; la de Lorenzo Alonso, en el Barranco Alonso, o la de Paquito el inglés, en la Vuelta de Los Patos. O como lo ha hecho la de Carmelito, en el puente de Las Meleguinas, que hoy atiende su hija Dunia bajo el nombre de Víveres Las Meleguinas, un negocio que se ha visto obligado a realizar algunas reformas para habituarse a los nuevos tiempos.
No todas, sin embargo, han sucumbido a la modernidad. En la parte baja del casco, frente al moderno Centro de Salud, se encuentra la Tienda del Barro, antecedente de los supermercados en el núcleo principal y la única que sigue siendo comercio y bar de forma independiente. La Tienda del Barro, como así se le conoce, no es un establecimiento cualquiera, es el centro de reuniones, un rincón del pasado enclavado en el límite del casco urbano y presencia de edificios.
El local, antaño atendido por Juanito Ventura, está admirablemente situado. La acera se rompe allí en una ajetreada calle que, a pesar de su nombre tristemente histórico, 18 de Julio, está dominada por la alegría y la parsimonia, mucha parsimonia. Cualquier persona astuta daría una fortuna por él. Y probablemente a sus dueños se les han presentado algunas proposiciones tentadoras, relacionadas con el local, sin que les hayan prestado la menor atención. El estanque de barro donde jugaba el joven Luisito al fútbol ya no está, pero la tienda ha seguido allí, inamovible, atendiendo a su contada clientela, mientras en torno a ella prospera el pueblo y se construyen nuevos chalets y edificios de viviendas.
Allí hace su escala el viajero que tiene que recomponer el organismo, los cazadores que buscan unos cinchos para los cartuchos o para sus batallas, los asiduos del tanganazo del mediodía o las amas de casa que, como Conchita Rodríguez, se acercan al local para completar la receta del almuerzo o hacer la compra del mes.
Todos los sucesos del pueblo encuentran eco en esta veterana tienda de ultramarinos, en la que el alcalde, el guardia o el mismo campesino tienen voz y voto como en un espontáneo y natural pleno corporativo. Luisito Medina y su esposa Soledad han sido testigos de los cambios en los gustos alimentarios de los vecinos. Por ejemplo, antes se vendía mucho gofio recién molido en el Molino de los Cabrera, pero pasó de ser un alimento básico a convertirse en el gran ausente de la dieta de los vecinos, sobre todo de los más jóvenes que prefieren echarle a la leche el Cola Cao o el trigo inflado y azucarado que llaman Smacks de Kellogg’s.
Sus estanterías de madera hechas a medida presentan una visión multicolor de productos alimenticios de todo tipo, con los chorizos de Teror, las morcillas colgadas y la vieja balanza Dina con sus pesas de hierro sobre el mostrador. Quizá dentro de varios años serán imágenes para el recuerdo, pero de momento a Luisito Medina y Soledad este negocio les sirve como entretenimiento. “Estamos sacando para cubrir gastos. A él no le gusta salir y la tienda, el bar y echarle de comer a los perros es su vida”, asegura la esposa de Luisito, que le convence para que se deje nacer un retrato. “Venga que esto queda en la historia”, le dice, mientras Luisito accede no muy convencido de estas historias.
En los barrios las tiendas de aceite y vinagre han sido como una prolongación del hogar, el único punto de reunión posible y el noticiero del lugar. Porque la diferencia principal entre estos negocios y los modernos supermercados es que en las tiendas se va a conversar, y a veces con tanta paciencia que se olvida uno hasta de comprar. En las grandes superficies, no. A estos últimos se va exclusivamente a eso, y para que no haya pérdida de tiempo existe una rigurosa distribución de los turnos tanto para la carne como para la mortadela, una tarifa impresa y unas cajeras con trato de funcionario público.




En los pueblos siguen cumpliendo, una función social de comunicación. Y en algunas de ellas son las mejores barras para acomodar el codo, catar el queso en triángulos y mezclar el abocado. La tienda de comestibles que atiende desde hace más de cuarenta años Carlos Hernández Hernández y su esposa Dolores, en Pino Santo Alto, es, además, la disculpa del cartero o el guardia municipal para dejar las cartas a los alejados vecinos y apurar los botellines de bolsillo de La Tropical.
Allí se forman buenas conversadas en un apacible lugar en el que recalan sedientos a cumplir con un pizco de ron o de güisqui, dependiendo del gusto o la tolerancia, de cada particular gaznate. Y allí el cliente se echa un refrigerio con la oportunidad de comprar unas sandalias, un balde o unas cintas con el porompompero de Manolo Escobar, El Fary, Antonio Molina o los inolvidables boleros de Machín y recordar viejas hazañas con la primera novia en los bailes del pueblo.


Igual función de entretenimiento y guineo vecinal cumple el comercio por Josefina Rodríguez Santana, en donde se montan tertulias al golpito de un buen vino del Monte de Mario el de la Fuente Los Berros, bizcocho y un corte de queso semiduro de Monzón que trae de San Mateo a 1.900 pesetas el kilo para ir mojando la boca, si no quiere uno irse almorzado con un bocadillo de salchichón o mortadela con el pan de leña que diariamente amasa Peñate en su viejo horno de piedra y que despacha al instante su hija Loly, muy clara ella hablando, “la gente se emboba con las ofertas. Ven en los carteles un paquete de dos rollos de servilletas a 99 pesetas y los compra, sin tener en cuenta que la base de cartón es más gruesa y les dan menos papel que el paquete de cuatro rollos que cuesta 150 pesetas”, aclara Loly mientras su madre Josefina asiente con la cabeza.
En el barrio de La Atalaya existen otras dos tiendas que todavía abren las puertas a un público que ha ido en franca retirada. Junto a la iglesia, en la subida a una nueva urbanización, despacha con mucha alegría Paquita López Rodríguez, un negocio que inició hace cincuenta años su suegra Cándida Padilla y donde aún hoy los vecinos se acercan a repasar la mercancía de última hora o comprar un cacho calabaza para hacer un nutrido potaje de verduras. A pocos metros de allí, por debajo del consultorio médico, está el negocio de Herminia Rodríguez, que apunta las cuentas en una libreta de cuartillas. Nuestra ruta de las tiendas de aceite y vinagre termina en La Angostura, en la bajada al barranco, en donde ya sólo queda la tienda de María Sánchez Sánchez, que espera la llegada de la jubilación para despedirse de un negocio que por lo menos le ha permitido sacar, con trabajitos, a su familia adelante. “Si Dios quiere estamos aquí hasta el año que viene”, dice María con sabor a despedida.





Pedro Socorro
Cronista Oficial de la Villa de Santa Brígida

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